-Tu hija ‘ta ulda’e bonita, chamo. ¿Cuánto vale para ti?
El resto de la banda soltó una risita colectiva, como si se tratara de una travesura colegial. Bien podría serlo: para la banda del Chagas la niñita sentada en el rincón no era un ser humano, sino mercancía. Una manera de ganarse la vida y ya. A ver si a su viejo le parecía lo mismo.
–¿Perdón?– respondió la voz al otro lado del celular. Profunda, educada, pero con sólo un toque de extrañeza. Qué va, así no servía; para el Chagas tenía que haber miedo.
–Que los maricos son “soldos”, pajúo– dijo. Esta vez la banda soltó la carcajada completa–. Te tenemos a tu carajita, becerro, y te la vamos a matar si no nos pagas. ¿Así sí?
Silencio del celular. Al otro lado del patio de la casa abandonada, en algún lado cerca de los barrios de Petare, iluminada sólo por unos bombillos colgados casi que a la mala, la niña sólo levantó la mirada y miró al Chagas. Tendría unos ocho años, vestida con un jean azul y una franela blanca con mangas largas negras. Un super héroe con traje rojo y negro montado sobre un unicornio saludaba desde el pecho. La niña no se veía asustada, ni inquieta ni nada, sólo se quedaba quieta en el rincón, mientras David la vigilaba con el cañón en la mano. Debía estar en “shock”, era que decían. Demasiado tranquila. Pero bue, gran vaina.
–¿Dices que tienes a mi hija?
–Me haces repetir la vaina otra vez y no, no la voy a tener, marico triste.
–Ah. Disculpa. ¿Está bien ella?
–Sí, ‘ta bien. Diez millones y te la devuelvo.
–¿Diez millones?
–Me estás ladillando con la mariquera,
–Perdón, quería quedar claro.
–Claro nada. Ahora son quince.
–Uy. Está bien.
Y el Chagas se dio cuenta de algo: el tipo no estaba hablando con angustia. Cuando el Chagas secuestraba gente, los familiares a veces se hacían los duros, tratando de verse fuertes o calmados, toda esa mariquera de “no enfrentes al secuestrador” de Hollywood. Pero siempre terminaban llorando o gritando, en especial si de carajitos se trataba. Y eso al Chagas lo llenaba de una felicidad pornográfica, en sus palabras. Lo hacía sentir el ser más poderoso del mundo. Porque ahí es donde ellos entendían que él era el que mandaba en esta mierda, que si le daba la gana, un pepazo a la víctima y ya.
Pero este pana no estaba así. Estaba más que calmado. Parecía que estaba… ¿aguantándose la risa?
–Chamo no te veo muy angustiado por recuperar a la carajita, como que le voy a llenar la jeta ‘e plomo pa’ ver si nos enseriamos– bramó por el teléfono.
–¡No, no, no!– respondieron del otro lado–. Está bien. Quince millones por mi hija. Ni te voy a negociar.
–Ah bueno. Te esperas entonces a que–
–Disculpa, ¿podría hablar con mi hija, por favor?
El Chagas miró a la niña. Seguía sentada en el piso del rancho como si nada. No se movió mucho. Ni el pelo se lo agarraba. Sólo estaba… ahí. Pero cuando el Chagas volteó a verla, la niña levantó la mirada y lo miró directamente. No había miedo en esos ojos, ni estrés, ni nada. Sólo hubo… nada.
Ahí fue la primera vez que el Chagas pensó que había algo aquí que no era normal. Pero se sacudió. Deja la mariquera, se dijo. Aquí el jefe eres tú.
Y por dárselas de macho y no prestarle atención a su subconciente, pasó lo que pasó.
—Mira David– dijo– tráete ahí a la carajita, que le diga adiós a su papá.
La banda soltó otra carcajada cuales hienas, para lo que el Chagas había hecho el comentario, pero él no se rió. Aquí algo andaba mal, pero iba a dejar la mariquera pronto.
David se levantó y tomó a la niña por la mano bruscamente. –Muévelo, que el pajúo de tu papá te quiere hablar– dijo. La carajita apenas parpadeó y se dejó llevar. David la puso al lado del Chagas, quien la miró directo a los ojos. No vio miedo, no vio estrés, no vio nada que le dijera que estaba en control de la situación. Debía ser el trauma del susto, se dijo. Sí, eso es. Claro, de bolas, está tan cagada que ni reacciona.
No se lo creyó mucho, pero le dio suficiente ánimo para recuperar el sentido del humor.
–Tome mija, hable con su papá, que quiere saber de usté– le dijo a la niña, remedando la voz de una abuela. Le pasó el teléfono, y cuando la niña lo tomó le rozó los dedos. Fue como tocar una botella que ha sido dejada afuera en una mañana fría, y le dio al Chagas un frío en el espinazo que no le gustó nada, pero nada. No reaccionó no tanto porque no quería que la banda le perdiera respeto, sino porque por primera vez en mucho tiempo sintió eso que causaba en sus víctimas: miedo.
–Hola papi– dijo la niña–. Sí, claro… ¿Ah me dejas?… Sí, son cuatro… — dijo, mirando alrededor, contando a la banda. Y sonriendo. ¿Qué coño estaba pasando?– ¿Él? Es grande, papi. Casi como tú–. Mirándolo a él. Con esa sonrisita como si se lo quisiera… Ay chamo, qué es esto.
Algo le dijo el papá que la niña se molestó. Le dio la espalda al Chagas para seguir hablando. –¡Papi pero por qué, yo quiero! ¡No se vale!… Ah, ¿puedo…? Ah bueno así sí. Entonces dale, papi, te quiero.
El Chagas no entendía lo que acababa de escuchar. Era como si la carajita estuviera en casa de una amiguita y estuviera pidiendo permiso para quedarse un rato más. No entendía y cuando no entendía se ponía bruto. Y por eso fue que David reaccionó más rápido que él.
–Mira carajita qué te crees, que esto es una fiesta, dame acá esa–
David terminó la frase con un grito que nunca había salido de esa garganta. Chagas y el resto de la banda se pararon de un golpe, sin entender lo que pasaba. Sin entender nada. Ni cuando vieron que el brazo de David terminaba en un rojo muñón que brotaba sangre como la fuente de Plaza Venezuela.
–¡¡¡¡MI MANO COÑO ‘E LA MADRE MI MANO MI MANO PUTA ‘E MIERDA MI MANO MI MANO!!!
La mano a la que David hacía referencia colgaba como una media vieja y ensangrentada de la boca de la niña. Los ojos, que hace un rato le parecían al Chagas muertos y sin expresión, ahora estaban alerta y llenos de una felicidad entusiasta. Combínalo con la mano que aún se movía asomada en su boca y los chorros de sangre que le caían sobre su franela, y el Chagas oficialmente concluyó que se volvió loco.
La cosa que parecía una niña escupió la mano al piso, revelando una boca llena de dientes más parecidos a cuchillos. Dejó escapar un ruido que era una mezcla de un chillido con un rugido y se le lanzó encima a David, tumbándolo al suelo aunque le llevaba mínimo ochenta kilos. Le calló los gritos de un solo mordisco que le arrancó la mitad del cuello, pero estaba bien, porque los gritos del resto de la banda ocuparon su lugar.
Chagas no atinaba a reaccionar, porque el cerebro no le daba para entender lo que sus ojos estaban viendo. El Choro reaccionó más rápido y le disparó al bicho que se estaba comiendo a David delante de ellos siete veces. Le vació la pistola encima. Pero el bicho como si nada. Más bien levantó la cara llena de sangre para ver al Choro y le mostró su sonrisota llena de dientes. –¡Ahora te toca a tiiiiii, eeeeeeeh!– le dijo. Eso le quitó todo valor al Choro, quien dio la vuelta para salir corriendo de la casa.
Pero no, no señor, la cosa no iba a dejar que nadie se fuera. Cuando el Choro llegó a la puerta de la casa, lo alcanzó de un solo salto, un salto de la mitad del patio a la casa. Le agarró la cabeza con las dos manos y empezó a jalar para atrás, con el Choro gritando a todo dar, hasta que la cabeza salió volando para atrás. Aterrizó en medio del patio, aún moviendo los labios y mirando alrededor con ojos desorbitados y llenos de terror.
Ya sólo quedaban el Chagas y Manuel, “el Torito”. Odiaba que lo llamaran así. Y así se iba a quedar por el resto de la eternidad. Se dio la vuelta llorando como un niño, diciendo yo me voy de esta mierda, ayúdame Dios mío, ayúdame, sácame de aquí Virgencita, y trató de escalar el muro. El Chagas tuvo tiempo de ver que se había orinado los pantalones.
La cosa se levantó del cadáver del Choro y volteó hacia Manuel, que no lograba asirse al muro ni iba a poder. La cosa se limpió la boca con la manga y caminó como si nada hacia él. Cuando le pasó al lado al Chagas, que no había atinado a moverse, le dedicó una sonrisa llena de dientes y sangre. Los ojos le brillaban con luz roja. El Chagas sentía que iba a llorar.
Alcanzó a Manuel, que por algún milagro había logrado llegar a una parte del muro como para subirse y salir al otro lado. La cosa lo agarró por una pierna y jaló. El Chagas oyó cuando la pierna se partió, acompañado del correspondiente grito de dolor de Manuel. La cosa jaló otra vez, esta vez hacia adelante, y Manuel cayó al suelo sobre una piedra, abriéndose el cráneo como una patilla. Sólo quedaba el Chagas.
La cosa se abalanzó sobre Manuel y empezó a comer, pero de repente levantó la mirada a la entrada del patio. Y como si nada, con la mayor felicidad, dijo, “¡Papiii!”, corriendo con una inocencia que cualquiera cae no estaba chorreando sangre de tres hombres adultos por la boca.
El Chagas volteó a la puerta y vio, con la poca luz, una figura imposiblemente alta, piel pálida, vestido con una franela de esos grupos “puyúos”, como los llamaban su mamá, su mamá que nunca vivió para verlo crecer, que ni de vaina iba a ver ahora. La cosa que parecía una niña corrió hacia la nueva figura, que con todo el cariño paternal se agachó y la abrazó. El Chagas oyó la voz que había salido del celular con el tono de un padre de comiquita.
–¿Comiste rico, mi nena?
–Todavía no. Apenas terminé cuando llegaste. Allá está el que querías– y señaló al Chagas, que tuvo mucho, mucho frío.
–Ah bueno. Dale y termina de comer, que ya nos vamos a ir. Pero no te vuelvas loquita que sabes que después te cae medio mal, ¿okey?
–Okey papi.
–Dale, bebé, buen provecho.
–Gracias, papi.
La cosa corrió hacia lo que quedaba de David, se montó encima de él y empezó a hacer fuertes sonidos con la boca, como quien se está chupando una sopa particularmente buena. La figura se levantó, cruzó los brazos y caminó calladamente hacia el Chagas.
El que había sido el líder de una de las más fuertes bandas de Caracas, que había matado a docenas, secuestrados a cientos quizá, se apoyó en la pared y se deslizó hacia el piso, temblando como los niños que siempre había secuestrado. No como esta, no, esta era otra cosa. Y bueno aquí estaba el papá de la cosa, el papá de los helados, el papá pues.
Cuando el papá llegó hasta donde estaba, se agachó para quedar a su altura. Por la cara podía tener treinta años, de repente cuarenta. Pelo negro como la noche, ojos color ámbar, casi amarillos. Y una sonrisa amable. Pero ya el Chagas sabía qué estaba detrás de esa sonrisa. Estaba su destino.
–Entenderás que no soy la clase de papá que se arrecha porque le tocaste a la hija– dijo la criatura–. Porque como puedes ver, ella se cuida sola. Igual no me agrada que andes por ahí secuestrando niños, mi pana. Eso no está bien.
Suspiró. Como quien anda considerando algo muy serio. Se frotó la cara, con una barba de tres días.
–Sabes, le haría un bien mayor a la humanidad dejarte vivo. Sabes, un mensaje y tal. A ver si le dices a los malandros del país que hay gente como nosotros, que los está cazando como ustedes cazan a otros humanos. A ver si metiéndoles miedo podemos…
Miró al Chagas en los ojos. El Chagas brevemente se atrevió a sentir esperanza. A lo mejor iba a salir vivo de esta.
Y entonces el monstruo sonrió, mostrando sus propios dientes.
–Nah… Ni que fueras un profeta o algo así. Además… tengo hambre, coño.
Para su crédito, el Chagas no murió gritando.