-Vayan tranquilos, yo los espero aquí.
-¿Seguro?
-Seguro. Pa’ qué vamos a ir los tres, ni que fuera un cargamento.
Mi viejo iba a abrir la boca para protestar. Imagino que de su boca saldría algo al estilo de te vas a quedar aquí solo con este calor, o encerrado cual perrito o algo así. Cosas de viejo de uno, pues. Pero mi tío es más práctico. Quiere regresar a terminar su trago, ver el juego, echarle los perros a la amiga de mi mamá la viuda. Coño, hasta yo. Así que atajó a mi papá.
-Dale, recogemos esa vaina y terminamos. No te vayas a robar el carro, carajito.
-¿Este pote? Que raya.
-Tu hijo no me respeta pa’ un carajo, Manuel.
Nos reímos los dos. Mi papá sonrió, no podía evitar el sentido del humor de mi tío José. Pero me miraba como angustiado. No entendía por qué. Iban a ir a la panadería a buscar los panes para el fondue de pobre de mi mamá y regresar. Estábamos al este de la ciudad, no metidos en un barrio. No entendía su angustia. Luego entendí que no era angustia, era simple amor. Vainas de papá. De esas que te dicen “un día entenderás”.
-Me da vaina dejarlo, pues.
-Epa. No hables como si yo no estuviera, esas son vainas de mamá.
-Bueno, me da vaina dejarte.
Mi tío torció los ojos. -Tiene veintidós años, Manuel, es casi un hombre.
-¿Ah, casi? A ti te gano, abuelo.
-¿’Tas viendo la vaina? Vamos, déjalo aquí encerrado. Que se joda.
Ahí sí mi papá se rió. Ya venimos pues, me dijo.
Y me recosté en el asiento de atrás de la camioneta de mi tío José a escuchar mi música, mientras ellos buscaban los panes. Eran las 10 de la mañana de un domingo. En casa mi mamá, su amiga la buenota, su hermana y mi otro tío nos esperaban para ver la final del Mundial. Me contó mi hermano Andrés, que llegó después en pleno peo, que cuando se enteró de lo que pasó, a mi mamá se le cayó la bandeja que le había regalado mi abuela en su matrimonio, de cerámica fina, y se había vuelto mierda, además que botó el dip y toda vaina. Porque así cambian las cosas de un solo tanganazo: un momento hay toda la alegría del mundo, todos nos queremos, todos nos reímos, y de repente todos lloramos y demás. Because Venezuela.
Habrán pasado qué… cinco, diez minutos. Qué sé yo. Yo sé que en una de esas estaba leyendo algo en Twitter mientras oía algo tipo The War on Drugs o algo. Qué sé yo. Lo que sé es que medio siento un ruido en la puerta del conductor, del lado en que yo estaba, como si alguien está raspando, y subo la mirada, y veo al coñemadre. Un carajo como de treinta años, jeanes negros y una franela blanca normal. Alto. Flaco con bola. Tiene una barbita tipo chiva y bigotes, negros negros. El pelo largo y alborotado. Es que me tatué al coñemadre en la cara. Si supiera dibujar lo dibujo ahorita, tres años después. Quién sabe dónde andará. Preso, espero. O muerto. Que Dios me perdone, pero prefiero que esté muerto.
El caso es que veo a este ser con un gancho de ropa de esos de alambre en la mano, todo desdoblado excepto por la parte que es un gancho como tal. Y se recuesta de la puerta de la camioneta. Una parte de mi mente dice que está cansado, es una subida, debe ser que es un obrero en una de las obras más arriba. No, no sé si hay una obra más arriba. Esa parte liga que haya una obra más arriba. Pero la otra parte, la que sabe lo que está viendo, sabe que es un carajo que va a tratar de abrir la camioneta. Y como son vidrios ahumados, no ha visto que hay un carajo en el asiento de atrás del camioneta.
Como para confirmarlo, el tipo mira a todos lados, y empieza a meter el gancho entre la puerta y la ventana del conductor. Yo estoy paralizado del susto. Estoy caga’o con gusto. No tengo ni ideas de qué hacer. ¿Pegar un grito? ¿Darle al vidrio? ¿Qué coño?
Antes que pudiera decidir, no me pregunten cómo, pero oigo el “clic” del seguro de la puerta. Esta vaina no tiene alarma ni seguro automático. El hijueputa este abrió la camioneta de mi tío José en el tiempo que a mí me tarda sacar las llaves de mi carro del bolsillo. Las que sí tienen seguro, gracias. Por qué coño no nos vinimos en—
El tipo abrió la puerta del carro, y yo me hundo en el asiento de atrás para esconderme. Menos mal que mi tío José es chiquito y bastante espacio tengo atrás. Estoy como en posición fetal mientras el malandro se monta en el carro y empieza a tratar de mover los cables debajo del volante. El olor a calle, a sudor, de vaina me hacen vomitar. El carajo no se ha bañado en dos días, pareciera. Hijo de puta.
Por supuesto que no sé qué coño hacer. Soy un carajito en ese momento. Qué hombre ni qué nada. Peso setenta y dos kilos. De vaina camino a la universidad. Si grito ahora capaz saca una pistola y me mata. Me van a secuestrar como a un pajúo. A mi papá le va a dar una vaina. A mi mamá le van a dar tres. A mí me van a dar todas. Qué. Coño. ¡¿Hago?!
Y ahí supe que me volví loco pa’l coño. Porque de repente me calmé. El corazón me empezó a latir más despacio. Empecé a ver todo con nitidez. Le vi los pelitos de los brazos al malandro. Le vi el tatuaje de un pececito en la nuca. Sabes, ese pez religioso. Le fallaste a tu Señor, hijo mío. Y no sé cómo, pero te va a cobrar. Caro. Me bajó el susto, pero me subió la arrechera.
Ves, es que esta no era la primera vez que me trataban de robar. La primera había sido camino a la universidad. Me salió un malandrito con una pinta de huelepega que no se la quitaba nadie. Primero me pidió cien bolívares para comer. Yo no dejé e caminar y le dijo disculpa chamo, no tengo nada. Que me des pa’ comer y me das el bolso, coñetumadre, me lo das ya. Era un carajito de como once años, y bajo condiciones normales la vaina me habría dado risa. Pero un chuzo presionado contra las bolas te quita la risa rapidito. No estaba solo en la calle, pero tampoco había mucha gente. Me pasaron al lado dos chamas que aceleraron el paso. De frente yo veía a dos tipos caminando que se pararon y se le quedaron mirando a la escena. Sí, se le quedaron mirando mientras un carajito me asaltaba. No me puse a pensar que pude haberle dado su coñazo y salir corriendo, medía la mitad que yo. Yo le di el bolso y ya. Y con todo y eso el carajito me clavó el chuzo en el brazo antes de salir corriendo. De paso diciéndome mamagüevo, mariquito, toma por ricachón de mierda. Me lo clavó y salió corriendo. Ahí sí se activaron los dos pajúos que se habían quedado mirando la vaina en vez de ayudarme. Porque solidaridad “no te hay” a menos que veas sangre. Ahí sí, ahí somos unos santos todos. Me llevaron a un centro asistencial que hay por ahí cerca. Me tuvieron que poner una antitetánica que dolió hasta la madre porque el chuzo estaba sucio y encima oxidado. Me regresé a mi casa cuando terminaron de curarme. A la semana, luego que mi papá convenció a mi mamá que igualito yo tenía que salir de la casa alguna vez, me dio las llaves del que había sido el carro de un compañero del trabajo. Para no agarrar metro más nunca, me dijo mi mamá.
Gran vaina, pensé después, mientras veía al coñemadre tratar de prender la camioneta de mi tío José sacando los cables de la switchera. Tal cual las películas. Que arrecho, o sea que sí se hace así. Malditos, por qué no usarán la inteligencia para hacer vainas buenas. No, tienen que joder al que sí trabaja. Mamagüevo tú, no joda.
Miré atrás a ver si mi tío tenía algo que yo pudiera usar contra este carajo. Pero contrario a lo que se podría pensar de muchos hombres, mi tío José tenía la camioneta impoluta. No había ni un papel. Ni un bastón, ni nada. Impecable. Luego empecé a oír “tac, tac, tac” –los chispazos mientras trataba de prender la camioneta. Luego me acordé de algo que vi en una serie. Digan lo que quieran, pero si uno ve suficiente televisión, uno aprende vainas. Bueno, miren a este hijueputa. Él un día vio a alguien en una película prender un carro como lo estaba haciendo ahorita. Se puso a practicar, y aquí está. Listo. Ahora me toca a mí, pues.
Con MUCHO cuidado, empecé a desamarrarme los zapatos.
Al tercer intento, la camioneta de repente cobró vida. El carajo se montó y cerró la puerta. No miró ni una vez para atrás. A los lados y de vaina. Simplemente arrancó y ya. Hacia arriba. Pero no me apuré. No importaba lo que iba a pasar, este carajo no se iba a quedar con la camioneta de mi tío, ni me iba a matar a mí. Dio la vuelta en U más arriba, y cuando estaba apuntando hacia abajo de la calle aceleró con toda su alma. En una de esas lo oí reírse, y pintó una paloma en el vidrio. O sea que mi papá y mi tío habían salido de la panadería y visto el carro pasar. A mi papá se le ha debido salir el alma del cuerpo de pensar que yo estaba atrás. Eso lo que hizo fue aumentar mi arrechera.
Diez minutos después, no ubicaba a dónde estábamos, pero el tipo iba soplado. La camioneta tenía amortiguadores nuevos así que no importaban mucho los baches. Yo me concentraba en lo mío, y seguía ligando que el tipo no volteara sino por su hombro derecho, porque si volteaba por el centro de la camioneta capaz me veía. Recé, recé con el alma, recé a todos los santos y a Diosito que saliera de esta, que la arrechera que me había llevado a hacer esta vaina no se me devolviera como a un pajúo. Que no le diera esa tristeza a mis padres. Mi mamá terminaría de hospital, mi papá se moriría. Punto. Seguía rezando mientras amarraba las trenzas de los zapatos con fuerza. Luego amarré otro nudo por si acaso. Jalé, jalé con fuerza. Eran trenzas de cuero. Aguantaban. Era cuestión de esperar.
Hice acopio de memoria. ¿Qué tan lejos estaba la autopista? ¿Tres cuadras? ¿Cuántos semáforos? ¿Ya el tipo se había parado en uno? Si llegaba a la autopista iba a ser más fácil joderme, porque quién sabe a dónde llegaría. Al menos en esa zona sabía dónde se podría parar, y a dónde lo podía llevar. Tenía menos tiempo del que pensaba.
Sentí que bajó la velocidad, y en eso vi que el celular se iluminó. Lo tenía en el piso, y gracias a Dios que estaba escuchando música, pues tenía el audífono puesto, que hacía que no sonara cuando repicara. Era mi papá. Me le quedé mirando con los ojos sintiendo un calorcito. Le recé otra vez a papá Dios que me lo cuidara si me pasaba algo, que me perdonara la locura que iba a hacer. Pero no me calaba a otro mamagüevo malandro queriendo ser más arrecho que yo. Y menos después que se cagó en su alma y en la de mi tío. Por extensión, en la mía. No, mi pana. Usted se jodió.
En eso el carro se paró. Estaba en el semáforo antes de la autopista. Esta iba a ser la única oportunidad que iba a tener. Pensé en esa frase otra vez, y me pareció tan ridículo que la pensara. Pero así estaba la adrenalina. La arrechera. Me acordé de Mister Nancy, en American Gods. La arrechera hace que las vainas se hagan. Pues que se hagan, en el nombre de Dios.
Agarrando las trenzas amarradas en las dos manos, en un mismo movimiento me incorporé como pude y las pasé por encima de la cabeza del coñemadre, que no tuvo tiempo ni de cerrar los ojos. Por algún milagro de Dios, logré ponerle las trenzas sobre el cuello, poner la frente sobre el respaldar del asiento del conductor y jalar los brazos atrás.
El malandro pegó un grito metándome la madre, pero llegó a la “m” de “coñuetumadre” antes de que las trenzas le cortaran la respiración. Empezó a tratar de agarrar las trenzas, pero yo lo que hacía era jalar hacia atrás más fuerte. Peleó como por quince segundos, tratando de soltarse, de alcanzarme a mí, pero empezó a batallar con menos fuerza. Lo estaba ahogando de verdad. Lo estaba matando.
La parte de mi mente que se había asustado estaba desesperada exigiéndome que lo hiciera, que era un malandro de mierda más, que merecía morir, que a lo mejor quién sabe si él había matado a alguien. Había insultado a mi papá, lo había asustado de más. Merecía morir el coñemadre este.
Pero en vez de eso, lo aflojé un poco y le dije, con la mayor fuerza que pude, que se quedara quieto y dejara de pelear.
Lo oí que se recostó hacia atrás y bajó las manos. ¿Marico, y si tiene una pistola?
-Manos en el volante hijueputa, AHORA-, le dije, apretando otra vez.
Débilmente, puso las manos en el volante. Volví a aflojar un poco. Sólo un poco.
-Te tengo, coñemadre. Que te quede claro. ¿Tienes pistola?
Miré al retrovisor. El respaldar de la cabeza del asiento me tapaba la cara, pero le vi la cara a él. No volteó a verme. Las trenzas le estaban dejando una marca bien roja en el cuello, y ya estaba medio pálido. Qué arrecho, pensé, tener una vida así en las manos. Una vida de mierda, pensé, pero vida al fin. No iba a tener la sangre de este maricón en las manos. Capaz me jodía el resto de la vida.
Pero no me había contestado. Apreté otra vez. -Que si tienes pistola, coño, habla.
Pegó un grito ahogado de dolor cuando apreté esa vez. -Sí, coño, sí tengo hierro, ay coñetumadre me vas a matar, mamagüe—
Apreté más. -Cállate la jeta. No te voy a matar. A lo mejor. Dónde tienes el hierro.
Como pudo, con una voz débil: “Bolsillo… izquierdo”.
En eso cambió el semáforo. Y me acordé otra vez de lo que dijo mi tío José una vez. “¿Cómo mides un segundo, Juancito? Es el tiempo que tarda entre que cambia el semáforo, y el hijo de puta que está atrás en tocar la corneta”. El carro que estaba atrás en efecto tocó la corneta. Caraqueño que no se esté cagando al volante no es caraqueño.
-Oríllate. DESPACIO, mamagüevo. Despacio.
-No puedo manejási.
-De bolas que puedes, pajúo, dale.
Como mejor pudo, recostado del asiento completo, las trenzas cortándole la respiración y, si apretaba más, la yugular, el tipo en efecto se orilló. Los vidrios ahumados esta vez actuaron en su contra; si no podían mirar adentro nadie iba a ver que algo le pasaba, por la posición en la que estaba sentado.
-Ahora saca el hierro con MUCHO CUIDADO huevón, y lo vas a poner en el piso del asiento de al lado. Te veo que tratas algo y aprieto hasta arrancarte la cabeza, ¿tamos claros?
Yo ni sé si el tipo pensaba que me iba a dar chance de matarlo antes que me metiera un tiro. Yo ni sé si iba a poder hacerlo tampoco. Lo que sí sé es que cuando metió la mano en el bolsillo le apreté otra vez.
-¡DESPACIO, MAMAGÜEVO, DESPACIO!
Lo vi por el retrovisor otra vez. Tenía los ojos cerrados, y ya empezaba a pasar de blanco a gris. ¿Cuánta fuerza puede hacer falta para matar a alguien? ¿Siquiera para dejarlo inconciente? ¿Me iba a hacer falta averiguarlo? ¿Iba a sobrevivir, al final?
Muy despacio, sacó la pistola. Pequeña, pero ni idea. Lo que sé es que era una pistola y ahí se me subieron las bolas a la frente. Primera vez que veía un arma en mi vida. Si me descuidaba me iba a matar como un pajúo.
-Lánzala. Rápido. Desde ahí pajúo, hazlo, hazlo ahora coño, ¡HAZLO!
Lo hizo, sin levantar la mano. Cayó justo en el asiento del copiloto. Sentía que me miraba con arrechera. No creo que pudiera alcanzarla ahora, pero ni de vaina lo iba a averiguar. Lo cierto es que la arrechera mía había bajado un poco, y lo estaba reemplazando un buen susto. De repente me costó creer que de verdad esta vaina me estaba pasando. Coño, ¡¿en qué estaba pensando?!
En medio de mi susto, le apreté más el cuello. Lanzó un gemido de dolor, y le vi una lágrima salir de uno de sus ojos. -Coño… chamo… tengo… un hijo… no me vaya… a mata… que es mi…
-Cállate pajúo-, le contesté, pero no apreté más. Estaba pensando qué coño hacer. No podía dejar de mirar la pistola.
-Escucha con cuidado, mamón. Cuando cuente tres, te voy a soltar, y vas a salir corriendo de esta vaina. Te vi la cara y me voy a quedar con la pistola. Si te llego a ver por aquí alguna vez en tu vida, te juro que te voy a vaciar esa mierda en la cara. Me sabe a mierda tu hijo, me sabe a mierda nada. Yo tengo un tío en la policía y en tu vida de Dios me van a encontrar. Te lanzo el cadáver al Guaire, pa’ que te coman los zamuros y las ratas, ¿entendiste?
Ni idea si me lo creyó. Ni idea si soné convincente. Yo lo que sé es que estaba con un nudo en la garganta que cualquiera diría que era yo el que estaban ahorcando. En serio no podía creer que estaba haciendo esto. Capaz en lo que lo soltaba agarraba la pistola y salía corriendo después e matarme a mí. Por pajúo, me dijo una voz en mi cabeza. Igualito terminaste jodido por y que andar defendiéndote. Esta vaina es Venezuela, en qué coño pensabas.
-Ta bien-, me dijo.
-Júralo por tu hijo, no joda-, dije. Ni idea por qué, capaz ni tenía hijo, pero algo tenía que hacer. Ah y claro, le apreté más. Ya el cuello estaba de un intenso rojo.
Aspiró como pudo, y con la voz débil juró algo que sonó a lo juro, coño, lo juro.
-Uno-, empecé-. Abre la puerta-. Obedeció.
-Dos-. Aflojé un poquito. Lo suficiente para que pudiera respirar un poquito. Jadeó y vi su brazo tensarse. Nunca dejé de ver la pistola.
-¡TRES, CORRE COÑEUTUMADRE, CORRE, CORRE NO JODA!- y lo solté.
Por medio segundo, lo vi alcanzar la pistola, voltear y vaciarme la pistola. Pero sólo fue en mi mente. En realidad salió corriendo por la avenida, evitando de vaina que una moto lo atropellara, y con un Honda frenándole encima, bajo la mentada de madre de ambos conductores. Corrió tropezando y aguantándose el cuello, en dirección hacia el oeste. ¿Había un barrio cerca? Como que sí. Pero el bajón de adrenalina no me dejaba acordarme. En serio, en serio, no podía creer que hubiera sobrevivido a esta mierda. Pero ahí estaba la pistolita, como una serpiente venenosa esperando a salir volando y clavarme los colmillos.
Me recosté hacia atrás del asiento, suspirando profundo. Las manos me temblaban por el bajón de adrenalina. Estaba cerrando los ojos cuando la puerta de mi lado se abrió de golpe, a lo que respondí gritando con todas mis fuerzas. Mi papá devolvió el grito, y antes que terminara me bajé del carro y lo abracé con fuerza. Con los ojos cerrados, oí un suspiro colectivo a mi alrededor, viniendo del grupo que había bajado con mi papá y mi tío a tratar de ayudarlos luego que contaran lo que había pasado. Luego me inundaron mil preguntas.
“¿Estás bien, chamo?” “¿Cómo hiciste?” “¿Le viste la cara?” “¿Qué te quitó?” “Pa’ dónde agarró, vamos a buscarlo”. “¿Viven cerca?” “¿Dónde está la policía?”
Sin más, mi tío se montó en la camioneta, diciéndonos que nos montáramos atrás los dos. Mi papá lloraba como un niño, y yo trataba de no hacer lo mismo. Los tres nos quedamos mirando la pistola. Nuevamente sin hablar mucho, mi tío sacó un pañuelo del bolsillo y la agarró, metiéndola en la bolsa de basura que guindaba de la palanca de las intermitentes. En silencio arrancó, pero no en dirección a la casa, sino a Las Mercedes. Al pasar al lado del río Guaire, que estaba bastante crecido por las lluvias de la semana, agarró la bolsa con la pistola y la lanzó con fuerza. Luego arrancó a la casa.
Los tres no dijimos una palabra al llegar. Mi viejo y yo íbamos en el asiento trasero muy cercanos uno del otro, en mutuo consuelo. Mi tío fue el que nos abrió la puerta. Tardamos como diez segundos en soltar una reacción. La primera de mi papá fue angustia.
-Le avisamos a tu mamá lo que pasó… No le hemos avisado que estás bien.
-Vamos a subir entonces.
Mientras caminábamos a la entrada del edificio, mi tío José puso la mano en mi hombro. Me volteé a mirarlo. Era bajito pero fornido, herencia llanera. Se había casado seis veces, bebía como un cosaco y decía que nunca entenderá a los homosexuales, tan divina que es una mujer. Mi tío José, macho pelo en macho, me miró con lágrimas en los ojos. Pero sonreía.
-Verga, carajito… Estoy tan feliz que no te pasó nada. Dios te guarde.
Y me abrazó con fuerza. Ya yo me iba a poner a llorar otra vez, pero para aguantarlo lo abracé con más fuerza. Parte del surrealismo de la experiencia. El grito de mi mamá al verme sano y salvo lo afincó más aún. Tardamos mucho en tiempo en calmarnos esa tarde. Mi hermano también Dios gracias, y todos dijimos lo orgulloso que estaban de mí. Casi que era un héroe.
Lo que menos me sentía era un héroe.
Esa noche, y muchas, muchas noches después, me costaba dormir, y lo que hacía era acostarme durante algunas horas sin conciliar verdadero sueño. ¿De verdad no me había visto? ¿Y si identificaba la camioneta, así no pasáramos por la zona más nunca? ¿Y si reconocía a mi tío o a mi papá?
Han pasado cinco años desde entonces. Me mudé a Londres un año después. Decidí escribir esto porque un evento que pasó esta semana finalmente me demostró que lo superé. Anteayer, estoy en el andén del metro esperando a irme a casa. Estoy leyendo algo en el celular, cuando siento un movimiento en el rabo del ojo. Levanto la mirada, y veo que es un tipo de como treinta años, blanco leche como buen inglés, flaco ‘e bola, vestido con un suéter con capucha. Los ojos parecen de sapo, ojerosos y rojos, y me están mirando directo. Me llega el mismo olor a calle y sudor de esa vez en Caracas. Y el tipo me dice en inglés recortado que le dé el teléfono si no quiero que las tripas me queden de corbata.
Al principio estoy en shock. No puede ser que aún yéndome al “primer mundo” me van a perseguir los malandros. Y ahora ingleses. Luego me le quedo mirando. Le llevo una cabeza de altura. Le veo los bolsillos. Imposible saber si tiene una pistola o un cuchillo, o si de verdad está armado. Pero luego lo vuelvo a mirar. Y vuelvo a sentir esa furiosa calma de aquella vez en el asiento de atrás. Lentamente, me quito un audífono. Chris Cornell pasa de estéreo a mono.
–Excuse me?
-You ‘eard me, ass’ole… Gimme the fuckin’ phone right fookin’ now, ‘fore I cut ya.
Lo miro por dos segundos en silencio, antes de…
-Me vas a venir a robar a mí. A mí, coñetumadre. ¿TÚ SABES POR LO QUE YO HE PASADO MAMAGÜEVO? ¡ARRANCA DE AQUÍ BECERRO, ARRANCA! ¿TÚ SABES QUIÉN SOY YO, HIJUEPUTA? ¡YO SOY TU PAPÁ, MAMAGÜEVO!
Me le voy violentamente encima sin tocarlo, y lo agarro tan de sorpresa que tropieza y cae. Imagino que oyó tal violencia en mi voz que pensó que de verdad lo iba a matar a coñazos en el piso. Antes que se parara le lancé una patada al culo, que hizo que se parara más rápido. Logró pararse, y arrancó a correr con toda su alma.
-Eso, corre, maricón, tú no sabes con quién te metes, pajúo. ¡PAJÚO CHICO, PAJÚO!
Respiré profundo. Otra vez la adrenalina me hizo ponerme a temblar. Cuando llegué a mi casa veinte minutos después me metí directo a la cama. Nadie se iba a enterar de esta vaina. Nadie se iba a enterar que a veces los malandros ganan. Ganan porque convierten a todo el mundo en uno. Hasta para las vainas buenas. Todos nos convertimos en malandros alguna vez. Con razón Venezuela está jodida.